20 oct 2009

El sopor revelador: cómo salvar a dos amigos de la gordura eterna

Un día me hice amigo de dos locos que tomaban leche de una loba. Entre los tres, hicimos grandes cosas: construimos un arca gigante, fundamos Roma y Shangai, liberamos a los esclavos de Egipto, le antepusimos el 4 a los teléfonos de todos nuestros amigos, volteamos una pared gigante en Berlín, nos escondimos en un inmenso caballo de madera, conocimos un horno gigante de origen alemán en una visita guiada llena de turistas impuros, y muchas historias más. Pero un día descubrí que vivían en una casa hecha de mazapán y chocolate... y, aunque yo no soy de los que juzgan por la vivienda de uno, pude advertir su problema de glotonería y somatización por vía oral de profundas depresiones. Entonces, me decidí a ayudarlos.
Comencé primero a investigar sobre las posibles causas que llevaban a mis amigos a devorar todo cuanto se les presentaba en frente. La solución estaba delante de mis ojos, aunque invisible, ya que debía mirar con mis ojitos cardíacos. Entonces, pensé: ¿qué puedo hacer para ayudarlos? Y mientras pensaba detenidamente en aquellos hombrecitos comilones, sentí cómo una paloma mensajera me golpeó con un ramo y, por un malentendido sonoro, toda la bandada se puso en mi contra. Por suerte para mí, de chico aprendí a correr y a escapar de los problemas; pero si llegaban a darme un solo picazo debía cubrirme bien los talones gastados, porque uno nunca sabe qué tanto le puede doler un gran golpe en el talón, o cuántas batallas avícolas se pueden perder por tener un taloncito sensible. En fin, escapé exitosamente sintiéndome con la enorme responsabilidad de rescatar a mis amigos de su problema alimenticio. Escapé por el aire y vi a un lince sonreír, hermoso cuadro de colores que recordaré por siempre. Y mientras escapaba a esa velocidad cuentística y fantasiosa tropecé con las botas de algún gato descuidado. El golpe me detuvo en medio de la isla a la que nunca había querido llegar, pero una cabellera de color oro amortiguó la caída. Muchas dudas sobre la digestión de mis amigos nadaban en la inmensidad de aquel peluquín extravagante y morían en la incertidumbre de una mujer que, a lo lejos, lloraba pidiendo por un príncipe polista de clase alta que la rescate de una miserabilidad imperante en aquel sitio. Sentí pena y me senté. Lloré un poco a orillas del río Piedra y dejé que mis lagrimitas se evaporen al sol mientras crecían en secreto mis ansias por seguir escapando para liberar del apetito extremo a los muchachos que ahora, en mi intento desesperado por salvarlos de su alto colesterol, me estaban cagando la vida. Ahí fue cuando se me iluminó la lamparita. Y un genio de la modernidad la bautizó como suya, pero fue mía en principio, en ese verano, sé lo que hice ese verano, sé lo que hago todos los veranos: busco tesoros, aunque el próximo verano creo que voy a salir con una personita muy simpática que conocí en mis últimas vacaciones. Digo personita, no despectivamente, lo digo en esos términos porque su altura es diminuta. Dicen que cuando llora sus lagrimitas son sanadoras, y eso es excitante, sobretodo cuando uno es tan místico. Después, pensé en otro amigo, Romeo: ¿habrá sentido de cerca a alguna mujer alguna vez? ¿Los jueguitos con su primo no habrán sido producto de algún mambo sexual encubierto? ¿Qué se habrá tomado después de semejante dosis de veneno? Ahí, mi cabeza dejó de hacer ruido, se apagó la chimenea que tanto trabajaba en mi pensamiento. Luz, luz, luz del alma. La solución estaba muy cerca. Visualizaba a mis amigos tan contentos y tan flacos que rápidamente los desperté para contarles que, inspirado en una fantasía reciente sobre Romeo y un escape lúgubre de cabras en la montaña del abuelito de la anormal Heidi, había llegado a la solución gráfica del problema. El Rómulo y el Remo tenían que dejar de mamar definitivamente y para siempre del pecho maternal que los cobijaba.

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