20 oct 2009

El ángel miedoso

-Este cuentito lo escribí a los 14 años y hace poco lo encontré y me dieron ganas de publicarlo-

Mi historia comienza con el maravilloso descuido de mis padres en su primera noche de intimidad y amor, y se solventa entre cuatro paredes, cuando un señor de indumentaria monocromática anuncia lo sospechado. Me invita a venir, pero no pasa mucho tiempo para que ofrezca sus otros servicios: los que terminarían conmigo, los que dificultarían mi historia. Por suerte mis padres se resisten, se irritan y ese señor termina contando sus días detrás de decenas de barrotes.
Ya con el camino libre, y con mucha gente esperándome, empiezo a manifestarme siguiendo el rumbo de lo normal. Poco después todos comienzan a notarme, por la abultada pancita de mamá. Los comentarios sobre el accionar de mis padres se superan, y en aquel arrabal que los vio crecer reina un clima de intensa falacia. Su bronca ante tanta calumnia los obliga a desistir de la idea de vivir eternamente en aquel lugar, y una nueva decisión sigue alimentando la ira de todos en ese sitio.


Ese día, mamá se puso una pollera negra que había heredado de su hermana, la gorda, una camisa que había adquirido a muy bajo precio y unas botas que tenían las suelas casi gastadas de tanta juerga y se encaminó a un edificio donde la esperaba papá. Él estaba un poco nervioso. Por su cuerpo corría un sudor que empapaba su camisa negra y el pantalón marrón, y llegaba a mojarle las medias apretadas por los mocasines que había conseguido comprar para la ocasión con un dinero que le habría facilitado el suegro. Se encontraron justo en el pórtico del edificio y después de contemplar su fachada entraron lentamente, titubeantes, como si se estuviesen arrepintiendo de lo que iban a hacer. Veinte minutos duró “el trámite” y cuando salieron del Civil ya eran marido y mujer. Entonces así sigue mi historia.
A medida que mi cuerpo iba adquiriendo forma, empecé a sentirme vulnerable para enfrentar las situaciones que en el mundo de afuera se me presentarían. Mis limitadas articulaciones no resistirían fuera de la pancita de mamá, como tampoco lo harían mis diminutos brazos, mis débiles piernitas, mis endebles manos y mi pequeña cabecita. Además, oía tanto a mis padres pronunciar palabras como guerras, atentados, hambre, discriminaciones, terrorismo, que de sólo escucharlas me atemorizaban. Pero hubo una palabra que me resultó hasta escalofriante, era muy corta pero la enfatizaron tanto que la hacía aún más estremecedora: ODIO. Confieso que tuve mucho miedo, pero al mismo tiempo sentía muchas ganas de salir a enfrentarme con todo eso.
Llorando, le pedí a Dios que me librara de todo aquello que pudiera lastimarme. Le rogué que me lleve hacia donde Él estaba, que de seguro allí no existían tantas adversidades. Hasta que caí en un profundo sueño. Un sueño que parecía no tener fin...
Unos ruidos me despertaron. Voces, gritos, puertas y ventanas se sacudían afuera mientras que una luz tenue brillaba de manera cada vez más intensa. Sentí mucho miedo de nuevo. Mis ojitos enceguecidos por esa luz blanca casi no podían abrirse. Una mano áspera y firme tocaba mi cabeza y una fuerza superior a la mía me empujaba a salir. Comencé a llorar a gritos, como nunca antes lo había hecho. Estaba asustado. La fragilidad de mi cuerpo no resistía tanta fortaleza y ya empezaba a resignarme. Lloraba, pero no por sentir algún dolor. Lloraba por tener que entrar en ese lugar llamado Tierra y porque me desarraigaba de mi cálido y acogedor hogar. Pero a nadie parecía importarle demasiado, aunque yo no era el único que lo hacía; también mamá y papá, a quienes reconocí de entre un montón de seres humanos.
Pero tan pronto como empezaba a resignarme, sentí que algo muy delgado rozaba mi cuello rodeándolo, y por más que hacía fuerzas para llorar y gritar ya casi no se escuchaban mis quejidos. Mi cara empezó a teñirse de color añil y mis ojitos se cerraron definitivamente.
Un montón de lágrimas empaparon mi rostro, pero yo ya no estaba allí para sentirlas, ahora estaba en un bello lugar. Papá y mamá se veían muy tristes, pero un beso que les envié desde la nube donde me encontraba los consoló. Dos preciosas alas blancas adornaban mi diminuta figura y una brillante corona de oro se posaba por encima de mi cabeza. Yo ya no era cuerpo, sino alma. Yo ya no era aquel niño con miedo a los seres humanos, yo ya era un ángel... y estaba cerca de Dios.

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1 Comentarios:

Blogger Mariano J. Frank dijo...

Martín! tanto tiempo! me gustó la historia, sobre todo sabiendo que la escribiste a los 14!! Un abrazo y saludos al resto de la gente!
Si podés, date una vuelta por el blog que recién comienzo
http://www.marianojfrank.blogspot.com/

16 de noviembre de 2010, 5:14 a. m.  

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